Pasar el testigo
Había normas que cumplir: Los
adultos teníamos derecho a disfrutar del canje de los presentes y cada navidad
se variaba la logística para no aburrirnos. Los pequeños gozaban de la llegada
de Santa Claus y la apertura de los regalos. Los niños preguntaban cuándo
podrían participar en el intercambio. La norma era que hasta los 12 años no
podían incluirse, así que ellos esperaban ansiosamente cumplir la edad
requerida para gozar del bochinche de los grandes.
De mi parte tocaba
confeccionar la “Caja de las maldades” que no era otra cosa que un cajón
secreto en cuyo interior se encontraban
trozos de papel con instrucciones para el intercambio. Ninguno conocía lo que
allí había. Solo al momento del acontecimiento sabrían lo que tendrían que
hacer para obtener el ansiado regalo. Cada uno debía sacar uno de los papeles y
decir de qué forma habría de entregar su regalo. A su vez, el destinatario del
último obsequio debía hacer lo propio y así hasta terminar. Un año, en vez de
instrucciones escritas, coloqué pequeños soldados plásticos en posiciones
diversas de combate. Quien sacaba un muñeco debía entregar su obsequio en esa
posición, fuera cual fuera. La intención era divertirnos.
El desarrollo de la noche era
el siguiente: Primero la cena, todos juntos. Una vez terminada, se recogían las
cosas y llegaba Santa Claus. Debo resaltar que todos los años el personaje
recaía en personas diferentes, “para no levantar sospechas”. Sin embargo, más
de una vez nos vimos en aprietos para disfrazar al sujeto adecuadamente sin que
hubiera desconfianza del público menor.
Santa llegaba sorpresivamente
de distintas formas. Mientras los menores eran distraídos con luces de bengala
y otras menudencias, hacía su aparición magistral. Unas veces se deslizaba por la
escalera, otras salía de alguna habitación cargado con una enorme bolsa y así
se programaba de distintas maneras para que nunca estuvieran seguros del sitio
de dicha aparición.
Debo referir que el momento
del maquillaje y vestimenta era memorable y que siempre terminamos llorando,
pero de risa.
Las torpezas de Santa para
entregar los regalos merecen mención especial. Por lo general, Santa “tenía
laringitis o era mudo”, ya que tenía prohibido emitir palabra alguna, como no
fuera el clásico “ho, ho, ho” y punto final. Pero había quien de forma
disimulada le hacía alguna cosquilla o tocaba alguna parte sensible para
hacerlo incomodar delante de todos, por lo que Santa debía hacer un gran
esfuerzo para no soltar la carcajada.
Una vez terminado este
asunto, con todos los chiquitos disfrutando de sus juguetes, era el momento del
café y de que los grandes iniciaran su diversión.
Cada navidad era memorable.
En más de 30 años que han pasado, aquellos pequeñines crecieron, tuvieron
descendencia y aún recuerdan con alegría, uno a uno aquellos momentos.
Buscando su significado
encontré que “pasar el testigo” es el acto de un corredor de un mismo equipo
que corre por turnos y al acabar el
suyo, debe pasar el testigo (tubo liso de sección circular), al siguiente
corredor.
El testigo debe entregarse de mano a mano y llevarlo es necesario
para ganar la carrera.
Hoy los “grandes” de aquellos
días estamos quizás cansados para realizar de estas peripecias así que hemos
pasado el testigo a los siguientes corredores, que con toda certeza, seguirán
las tradiciones a sus pequeños, para seguir ganando la carrera.
¡Es su turno, muchachos!
Háganlo bien, que nosotros seguiremos vigilando el camino de los valores.
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